El Remedio y la enfermedad

Fernando Esteve Mora

 Cuidado que no acabe siendo peor el remedio que la enfermedad, avisa el conocido dicho para estar precavidos en aquellas situaciones en las que las emociones pueden "nublar la vista” y llevar a reacciones de alguna manera irracionales, desproporcionadas por excesivas. Por supuesto, y como dice textualmente el refrán, es fácil que ello suceda en casos de enfermedad grave, potencialmente mortal, como ocurre ahora con la del Covid-19.

 Y una razón para ello es obvia, y ya la advirtió La Rochefoucauld, el gran moralista francés del siglo XVII: "Ni el sol ni la muerte pueden ser mirados de hito en hito", dice en una de sus Máximas, la nº 26. Cierto, y además ello es perfectamente normal y hasta natural por lo que no es nada extraño que, frente a una enfermedad potencialmente mortal, la probabilidad de una reacción desproporcionada o irracional (como recurrir a curanderos y demás médicos “alternativos”) se eleve pues a la hora de afrontarla, todos lo hacemos como deslumbrados, cegados por el miedo. En homenaje al moralista podríamos denominar sesgo de La Rochefoucauld a esta inclinación a las reacciones desmesuradas por miedo a la muerte

 Ahora bien, no es lo mismo no poder mirar de hito en hito la propia muerte que no poder mirar del mismo modo la muerte de los "otros". Cuando miramos de frente la muerte de los demás, suele haber -admitámoslo- menos riesgo de que ella nos deslumbre tanto, de que nos ciegue de la misma manera. Es un efecto natural de la distancia.

 Y surge entonces la pregunta de si, cuando se ha de enfrentar una epidemia como la del Covid-19, no sería acaso deseable que quienes gestionan las políticas públicas frente a ella tuviesen una mayor capacidad de "mirarla de hito en hito" sin dejarse "deslumbrar". O sea, la capacidad de mirarla como si con ellos, particularmente, no fuese la cosa, con cierto distanciamiento. Sería quizás lo adecuado para evitar, en la medida de lo posible, ese sesgo hacia la desproporción en la reacción, la adopción de remedios peores que la enfermedad.

 Pues bien, no parece que esto ocurra en ningún lugar del mundo en la presente pandemia. Fuera de aquellos pocos países cuyos dirigentes ni siquiera la han querido mirar (la “política del avestruz” del presidente de Bielorrusia, por ejemplo), en los demás, tarde o temprano, lo habitual parece haber sido rehuir el mirar de frente a la epidemia. En todos lugares, quienes conforman la opinión y la gestión públicas en este asunto: políticos, periodistas, opinadores, se han caracterizado por “mirar” la epidemia no con unos abiertos "ojos públicos", capaces de mirarla de “hito en hito", sino con sus deslumbrados y personales “ojos privados”.

 Y ¿por qué? Ya Rafael Sánchez Ferlosio, en uno de sus pecios, había avisado de cómo la vida privada había invadido la vida pública, y no a la inversa, de cómo los medios de comunicación, por ejemplo, estaban tan repletos de “noticias” y asuntos privados de personas que poco espacio quedaba para la información y tratamiento del interés público y del público. En el caso de la vida política, ese fenómeno se ha traducido, además, en su creciente sentimentalización[i](1) que supone anteponer las emociones, la imagen y la espontaneidad por encima de la razón, el realismo y la contención. Sentimentalización de la vida colectiva que ha favorecido la llegada al poder de los políticos mediáticamente más simpáticos, más “humanos” y sensibleros, más dados a la lágrima fácil, y por tanto más susceptibles de verse afectados por ese “sesgo de la Rochefoucauld” a la hora de tomar decisiones de interés público. Políticos, los de hoy, que en vez de dar ejemplo de coraje cívico anteponiendo la mirada pública a su mirada privada ante la amenaza de la epidemia, han hecho lo contrario.

 A ello se ha sumado el recurso a la manipulación de los sentimientos en las políticas partidistas. Así, por ejemplo, en nuestro país, la derecha y a algunos presidentes autonómicos, no han dudado en usar de los muertos por Covid-19 y así no se recataron de acusar al gobierno central de complicidad criminal con el virus por la supuesta tibieza o retraso inicial de las medidas que ha adoptado.

 Era, por otro lado, fácil, muy fácil ser sentimental si se tiene asegurado el puesto de trabajo, el bienestar material. Por ello también, estos críticos de la mesura no tenían el menor incentivo para no avalar las posiciones más sentimentales y desproporcionadas.  Todo lo contrario, las defienden como las moralmente adecuadas independientemente de sus costes. Un ejemplo claro del sesgo de La Rochefoucauld. Y ya empezamos a conocer las consecuencias: una pavorosa crisis económica.

 Pero ¿podemos extrañarnos? Se ha repetido así hasta la saciedad que el único criterio es el de "la salud siempre es lo primero" cueste lo que cueste. De acuerdo, pero, ¿qué salud?, ¿cuánta salud?, ¿la salud de quién? Y ¿a qué precio?

 A lo que parece, señalar siquiera el hecho de que no se salvan “vidas” sino “esperanzas de vida” ya convierte a quien lo hace en poco menos que un desalmado, en un sociópata. Como tampoco se ha contado con la disminución en las expectativas de vida asociadas a la pérdida de empleos y de bienestar que una “hibernación” de la actividad económica implica. Marx señaló que "todos los niños saben que una nación que deje de trabajar, no digamos que un año, sino incluso unas pocas semanas, perecería". Lo que sabían los niños de su tiempo parece que ahora lo desconocen muchos mediáticos políticos de hoy.

 Y son este tipo de preguntas las que habría que haberse planteado a la hora de afrontar la respuesta adecuada a la presente epidemia. Y parece que en ningún lugar se ha hecho porque quien lo hiciese desde los poderes públicos sería tildado de carente de sentimientos, de inhumano. Los que los ocupan han ido así a refugiarse detrás de las batas de los expertos epidemiólogos. Poco han contado los economistas. Pero la economía sirve precisamente, para ayudar en ese intento de reconducir esa tendencia hacia la desproporción que el sesgo de La Rochefoucauld supone, pues acentúa que, dado que no hay respuesta gratuita ante la epidemia, una que no suponga coste alguno, hay que mirarla de hito en hito a la hora de decidir cuál es el grado o nivel proporcionado de la respuesta que se decida hacer frente a ella.

  Históricamente, antes de la existencia de sistemas de aseguramiento frente al riesgo de enfermedad, cuando toda la sanidad era de provisión privada los individuos, familias y grupos humanos eran muy cuidadosos con esta idea de respuesta desproporcionada entre la enfermedad y los remedios. Concretamente, las familias que no eran ricas, o sea, la inmensa mayoría, sabía que no había catástrofe semejante a una enfermedad que afectase a los miembros más productivos del grupo familiar, pues ello ponía en riesgo la supervivencia de todos los demás. Por ello, tenían perfectamente asumido que había que gastar más en tratar de curar a los padres y otros adultos o jóvenes trabajadores que en curar a niños o ancianos. Era una época tan dura y difícil que uno de sus médicos más famosos, Sir William Osler (1849-1919), consideraba la neumonía como "la amiga del anciano”.

 Todo esto afortunadamente cambió con el crecimiento económico y los sistemas de seguro frente a la enfermedad. Sobre todo, con los sistemas de seguridad social o de sanidad pública universales y de cobertura total, como en España, en los que los ciudadanos reciben el mejor tratamiento posible (incluido en un catálogo determinado) para sus dolencias (las incluidas en el catálogo) sin pagar directamente nada por él (sí, obviamente, de modo indirecto por sus contribuciones al sistema y los impuestos).

 Pero el que los individuos hoy estén afortunadamente protegidos, y no tengan que hacer frente de modo directo a los costes privados del tratamiento frente a la enfermedad del coronavirus, no significa que estos no existan. Y, por supuesto, están también los enormes costes sociales asociados a las medidas para evitar la extensión de la infección. Y si es normal en algún sentido que los individuos llevados por el normal miedo ante su muerte los olviden, sus representantes políticos sí que debieran tenerlos siempre en consideración pues son ellos los encargados de velar por el interés general, el de todos, incluyendo por tanto no sólo el de los enfermos sino también el de los sanos. Ello les exigiría por tanto ser muy cuidadosos en el tipo de respuestas que instrumentasen ante la epidemia, pues “es el mejor de los buenos/ quien sabe que en esta vida/todo es cuestión de medida:/un poco más, algo menos.” (Machado), y el riesgo de desmesura asociado al sesgo de La Rochefoucauld siempre está presente.

 Es uno de esos hechos que no se quieren mirar de frente el que esta epidemia “no es como las demás”. Que su letalidad no se distribuye homogéneamente entre todos los grupos de edad (como ocurría en las grandes pestes de siglos anteriores), ni afecta diferencialmente más a niños, jóvenes o adultos (como sucedió con la gripe “española” de 1918 o las de 1957-58 y 1968), sino que se ceba en la población mayor y muy mayor. Población, pues, económicamente inactiva.

 La implicación objetiva de tal hecho es inmediata, y es que, si desde los estados no se hubiese hecho otra cosa que afrontar pasivamente la epidemia, o sea, médicamente, sus efectos económicos serían pequeños y enteramente asumibles. Cierto que los costes en términos de fallecidos y contagiados hubiesen sido muchísimo más elevados.

 Se ha preferido, sin embargo, afrontar la epidemia de una manera activa, con medidas de confinamiento y cierre económico cuyos costes económicos se han disparado, como era de esperar, a cambio eso sí de un evidente control de la expansión de la epidemia y una evidente menor incidencia de la misma en términos de contagiados y fallecidos.

 Y no sólo se ha respondido a la epidemia activamente, sino que se ha decidido hacerlo usando una estrategia, el llamado “modelo chino”, la sin duda más eficaz técnica o clínicamente por su dureza, lo cual no evita que sea cuestionable en términos de eficiencia, es decir, cuando se tiene en cuenta el coste económico de los resultados médicos (2), salvo que se sea un economista cristiano, es decir de esos que creen que todas las “vidas” son iguales (puesto que son de Dios), es decir, aquellos que considerarían eficiente y adecuado decidir “a cara y cruz” caso de que se viesen obligados a elegir entre salvar a una joven de 20 años y una ancianita de 90.

 ¿Ha sido desmesurada la respuesta de los gobiernos que han elegido el modelo “chino” -no sólo el español-? ¿Han sido susceptibles al sesgo de La Rochefoucauld? No puede saberse con certeza. Es posible. Lo que sí es cierto es que el coste del “modelo chino” en términos de empleo está siendo ya hoy elevadísimo, un coste que lo está pagando por tanto esa parte población activa que está abocada al desempleo una vez los ERTES finalicen. Desde este punto de vista, hay una evidente asimetría en el reparto de “beneficios” y de costes en la estrategia adoptada. Esta asimetría, que puede ser justificada como un ejemplo de solidaridad intergeneracional. Pero ello no excluye la necesidad de plantearse cuestiones acerca del nivel adecuado de esa solidaridad.

 Pero los costes en el presente de la estrategia anticoronavirus palidecen ante los esperados en el futuro. Los niveles de deficit y deuda públicas que un estado como el español (pero no el único) se ve obligado a instrumentar para pagar los gastos sanitarios y las ayudas de todo tipo para mitigar los efectos económicos de los confinamientos, incluido el cierre de las fronteras, sin un entorno de caída de ingresos fiscales se van a convertir en un futuro próximo en la cuestión económica determinante para el porvenir económico, social y político de muchos países, y singularmente los de Italia y España.

 Y aquí la “teoría” monetaria subyacente en las decisiones de política económica se revela en determinante. La financiación de los gastos asociados a la pandemia, así como los de la “reconstrucción” posterior (3) no sería demasiado problemática si los economistas que asesoran a los políticos a lo largo y ancho de este mundo, y sustancialmente en lugares como Bruselas, Berlín, Viena, Copenhague, Estocolmo y La Haya (no tanto en Londres y Washington, por cierto), supiesen algo de la Teoría Monetaria Moderna (4).

 Sabrían entonces que el dinero dejó de tener una base metálica hace ya tiempo, y que todo el dinero emitido por la autoridad monetaria es un tipo de “deuda pública” y que, por lo tanto, monetizar la deuda pública es cambiar un tipo de deuda por otro. Un estado (o un conjunto de estados con una moneda común) con soberanía monetaria puede crear dinero de la nada, según la sociedad/la economía lo necesite. Es, por tanto, una ficción, no peligrosa sino dañina, la que imagina que hay una suerte de caja de dinero, por ejemplo, en el Banco Central Europeo, en donde “alguien” pone dinero de modo que si “alguien” (España) se lleva una parte, otro “alguien” (Alemania) se queda sin ella. Financiar los gastos de la pandemia sería entonces un problema de conocimiento (conocer la MMT) y, sobre todo, de voluntad política. No un problema económico.

 Pero los economistas que asesoran a los dirigentes europeos, por lo general, desconocen la MMT pues no entra en los estudios universitarios. Cierto, en su mayoría no llegan a los extremos delirantes de los sedicentes “economistas” austríacos, esos auténticos terraplanistas de la Economía, que repudian cualquier creación de dinero por parte del Estado acudiendo a un irracional y enfermizo miedo a la hiperinflación, aunque es obvio que sus libertarias “teorías” están hecha “a medida”. A medida claro está de los ricos y muy ricos que temen perder poder (y no sólo de mercado) si el estado “hace” más de esa cosa: el dinero, de la que ellos tienen tanto, y cuyo valor de escasez disminuiría si el estado hace más y no se lo da a ellos, sino que lo “reparte” keynesianamente, o sea, sin respetar la moralidad.

 Pero, aún sin ser como estos pseudoeconomistas, la mayoría de economistas por su formación académica, mantienen una suerte de creencia, típica de tendero de barrio, en que el dinero que como préstamos reciben unos proviene, en último término, de los ahorros de otros.

 Pues bien, aún si la mayoría de los economistas mantienen esa creencia en un dinero exógeno y siempre “naturalmente” escaso, cuyo único ”fundamento” es por cierto lo que he venido en llamar “Tiranía de Luca Pacioli”, ese sesgo mental que afecta a quienes conocen de manera somera la contabilidad por partida doble que les lleva a malinterpretarla como un juego de suma cero, de modo que si “alguien” obtiene algo (un activo, un “dinero”), la contabilidad por partida doble (mal)entendida así exige que otro “alguien” lo pierda (un pasivo, una deuda), caben sin embargo políticas que minimizarían los costes económicos de hacer frente a las facturas de la crisis económica asociada a las respuestas sanitarias ante la epidemia de coronavirus.

 Singularmente aquí, y una vez que parecen quedar definitivamente fuera de juego (dadas las delirantes reglas que rigen la financiación pública en la eurozona,-que parecen ser las propias de una suerte de “nuevo” patrón-oro) la mutualización de las deudas en la eurozona (los llamados “coronabonos”), la propuesta de Paul de Grawe de créditos del BCE respaldados por la emisión de duda perpetua por los estados a tipos de interés cero que queden así, para siempre, en los balances del BCE, representa una salida airosa para el agobiante problema de financiación que la crisis del coronavirus supone para países como España. Eficiente, porque por un lado llegaría el dinero donde es necesario a coste cero. Aceptable, por otro lado, por “quienes mandan” pues satisfacería de paso esa sádica y estúpida preferencia del ahorrador del norte calvinista por sentirse superior al sur gastador, dado que, con esta argucia contable, el sur siempre estaría en pecado, o sea, en deuda

  Pero, como bien ha mostrado Yannis Varoufakis en sus recuerdos acerca de cómo se hacen las cosas dentro de las instituciones Eurozona (6), los argumentos económicos no cuentan nada. Es el poder lo que cuenta. Ahí, fuera del entorno nacional, el “realismo” se impone, nada de la sentimentalización que se observa en los comportamientos de los políticos, es allí visible. Lo sufrimientos de los no compatriotas son invisibles o merecidos. Por ello, la posibilidad de que esta crisis acabe en nuevas políticas de austeridad que acogoten las economías y las sociedades de países como España en los próximos diez o quince años es, más que una posibilidad, una probabilidad.

 Si al final así ocurriera, ello obligaría a considerar al “modelo europeo” de la Eurozona, pese a su pretendida superioridad moral frente al modelo anglosajón o el chino, como el ejemplo más palmario y bruto de “capitalismo de desastre” del que habla Naomí Klein (7) pues el malestar económico consiguiente, un malestar perpetrado sobre poblaciones como la española desde las instituciones europeas, poblaciones “inocentes” incluso atendiendo a “sus” propios criterios. Un malestar gratuito e inmerecido dado que la deuda generada por la crisis sanitaria por el coronavirus no provendría de esos famosos y perpetuos “desequilibrios” estructurales que exigirían corrección tras corrección.

 Y, entonces, la pregunta a hacerse, sería exactamente la misma que Varoufakis se planteó cuando fue consciente de que no es la lógica de la economía sino la de la sumisión la que anida tras las relaciones intraeuropeas: ¿merece la pena seguir en un grupo de países en que el ocupar una posición política inferior, un bajo estatus, no es compensada de alguna manera sino, todo lo contario, castigada económicamente? La respuesta, si aplicamos a esta situación la teoría de la competencia posicional en los grupos jerárquicos locales de Robert Frank (8) es negativa. Si uno ocupa el estatus inferior en un grupo y, encima, es maltratado y no compensado, la respuesta óptima es abandonar ese grupo y formar otro. Es posible, incluso, que la mera amenaza de la “salida” por parte de los “de abajo” fuese una estrategia eficiente pues sirva para que los “de arriba” se den cuenta de que, si los “de abajo” se van, los “de arriba” dejarán por ello mismo de estar por encima de nadie, de modo que la posibilidad de perder su estatus (y los beneficios económicos de los mercados españoles) lo que pudiera hacerles cambiar de actitud.

 

 NOTAS

 (1) Anderson, D y Mullen, P., Faking It. The sentimentalisation of modern society, Penguin, 1998

 (2) He explorado brevemente otra estrategia, a la que he llamado “modelo bíblico” en: https://www.rankia.com/blog/oikonomia/4575851-modelo-chino-biblico-contra-epidemia-coronavirus

 (3) Utilizo la palabra “reconstrucción” a sabiendas de que está mal empleada, pues, digan lo que digan los políticos, nada hay que “reconstruir” dado que la epidemia no ha destrozado ni el capital físico ni el capital humano de las sociedades.

 (4) Es obligado aquí la lectura del informe que la Asociación Red MMT ha emitido sobre la gestión de esta crisis: MANIFIESTO DE RED MMT ESPAÑA SOBRE LA GESTIÓN DE LA CRISIS ECONÓMICA POSPANDÉMICA https://www.facebook.com/redmmt

 (5) Paul de Grawe https://elpais.com/economia/2020-05-01/paul-de-grauwe-hay-que-evitar-que-la-deuda-obligue-a-pasar-otros-10-anos-de-austeridad.html

 (6) Yannis Varoufakis, Comportarse como adultos. Mi batalla contra el establecimiento europeo. Paidós. 2017

 (7) Naomí Klein, La doctrina del shock. Paidós. 2007

 (8) Robert H. Frank, Choosing the Right Pond. Human behavior and the quest for status. Oxfod University Press, 1987.