El Teletrabajo, la Explotación y el Fin de la Historia

Fernando Esteve Mora

 Una de las medidas que se han implementado para afrontar la epidemia del COVID-19 ha sido el teletrabajo. El trabajo realizado desde el domicilio usando de las tecnologías de la red. Este tipo de trabajo, factible no sólo para el conjunto de sectores económicos englobados en ese cajón de sastre denominado sector servicios, sino también para todos los trabajos administrativos, de gestión y de promoción y ventas en los demás sectores, se ha visto como una herramienta imprescindible para facilitar ese distanciamiento interpersonal clave para dificultar la trasmisión del coronavirus. Pero desde muchas instancias se afirma que el teletrabajo ha venido para quedarse, que una vez pase la epidemia, será parte de esa “nueva” normalidad pues es la forma de relación laboral congruente técnica y económicamente con las nuevas relaciones de producción que el desarrollo de las fuerzas productivas, las nuevas tecnologías de información y comunicación, han traído consigo.

 Tres razones se esgrimen para justificar esa idoneidad del teletrabajo en los tiempos de después del coronavirus. Tres razones que van más allá de las argumentaciones de tipo declaradamente economicista o productivista. Se dice que, independientemente de su relativa igual productividad técnica en comparación con la productividad en la fábrica/taller/oficina (pues un ordenador es un ordenador), el trabajo desde el hogar tiene a su favor una razón ecológica, una razón política  y una razón psicológica. Así, se argumenta que el trabajo desde el domicilio evita los desplazamientos desde el hogar al centro de trabajo, lo que redunda en un menor consumo de combustibles fósiles. En segundo lugar, y asociado con lo anterior, se argumenta asimismo que ese tiempo de desplazamiento ahora redundante, pasa a ser tiempo libre  para el trabajador. Y en tercer lugar, se afirma que en el trabajo del hogar la autonomía del trabajador a la hora de establecer cómo hacer su trabajo es más elevada.

 ¿Se podría considerar, entonces, al teletrabajo como una mejora paretiana? Es decir, un cambio en que nadie pierde. En principio, se diría que sí, pues aumentaría el bienestar de la sociedad en general y el de los trabajadores en particular, quedando igual el de las empresas a tenor de que la productividad de los trabajadores en teletrabajo no variaría. Algunos incluso, desde una perspectiva típica de la Economía Neoclásica, concluyen que si la mayor autonomía de los teletrabajadores redundara adicionalmente en una mayor motivación intrínseca de los mismos respecto a los que trabajan en los centros de trabajo que los hiciera más eficientes, también las empresas se beneficiarían(1). Pero tal argumento, pese a su indudable atractivo, es cuestionable en la medida que el teletrabajo es por definición muy poco social, por no decir, que es casi asocial, y los psicólogos han comprobado que esta débil socialidad tiene sus costes psicológicos (en términos de concentración, intensidad del esfuerzo, etc.) que redundarían en una menor productividad (2). Con argumentos a favor y en contra, y careciendo de pruebas empíricas claras y fiables, lo mejor es mantener la hipótesis de que el teletrabajo no varía la productividad técnica de los trabajadores que lo hacen respecto a los que siguen acudiendo a centros de trabajo (3) por lo que la perspectiva Neoclásica sería, una vez más, incapaz para dar cuenta de este nuevo fenómeno.

 No obstante, el que así sucediese no implicaría que las empresas no vieran de su interés el implementar el teletrabajo. Este es el punto de vista sostenido por el historiador David Noble. En sucesivas obras (4), Noble ha defendido una perspectiva que podríamos considerar Institucional o Política (5) a la hora de entender qué son las empresas en las economías de mercado, señalando que no es nada infrecuente sino la norma observar la adopción de técnicas que temporalmente suponen una caída en la productividad del trabajo, pero que tiene la ventaja para las empresas de aumentar su control sobre el proceso de trabajo. De nuevo, aquí, no parece que encaje bien el teletrabajo dado que a la vez de que no tiene por qué tener efectos negativos sobre la productividad, su implementación no disminuye, sino que aumenta la autonomía del trabajador a la hora de organizar el proceso de trabajo.

 Dado que no es fácil entender la irrupción y adopción del teletrabajo ni desde la perspectiva Neoclásica ni desde la Institucionalista, parece no quedar otro remedio que recurrir, una vez más, a la perspectiva Marxista. En la Economía Marxista, la fuente, el origen de los beneficios que obtienen las empresas reside, solo y exclusivamente -y desde un punto de vista agregado (6)-, en el trabajo no pagado que hacen los trabajadores en las empresas, lo cual significa que el origen del beneficio empresarial está en la explotación de los trabajadores.

 Más concretamente, con arreglo a la Teoría del Valor Trabajo, todas las mercancías se intercambian a precios que reflejan sus valores-trabajo, o sea, las cantidades de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas (7). Incluida entre ellas está una mercancía muy especial, la fuerza de trabajo o capacidad de trabajar, es decir, la “mercancía” que venden los trabajadores a las empresas en los mercados de trabajo. Y se la venden por un salario que, en condiciones competitivas, refleja su valor, o sea, la cantidad de trabajo socialmente necesario para “producir” o reproducir esa mercancía tan especial, la capacidad de trabajar.

 Es decir, que la explotación a los trabajadores no sucede en los mercados de trabajo, o sea, debido a que a los trabajadores se les paga habitualmente un salario por lo que venden (la mercancía fuerza de trabajo) por debajo de su valor. No, salvo por circunstancias especiales (la existencia de monopsonios en algunos mercados de trabajo), los trabajadores reciben el precio o salario, digamos que “correcto”, por la mercancía que venden, reciben su valor. La explotación sucede, pues, no en el mercado, sino en el proceso de producción, ya dentro del centro de trabajo, cuando se les hace trabajar a los trabajadores más horas del tiempo de trabajo que equivale al salario que han recibido.

 Obsérvese, por ello, que a diferencia de la Economía Neoclásica, para la Economía Marxista, la razón directa para que los trabajadores más productivos reciban un salario más elevado que otros que lo son menos no radica en su diferente productividad, sino en que el valor de la fuerza de trabajo de los trabajadores más productivos es mayor que el de los menos productivos porque producir una mercancía “fuerza de trabajo” más productiva exige de más horas de trabajo socialmente necesario que una menos productiva. Es, por ello, por otro lado, que para Marx, la adopción de innovaciones técnicas y organizativas, por sí sola, y de nuevo a diferencia de la Economía Neoclásica, no lleva a incrementos salariales si aunque aumente la productividad del trabajo, no exigen de una mayor cualificación de los trabajadores, o sea, si no aumenta el valor de su fuerza de trabajo. No hay, por consiguiente, relación directa y positiva entre productividad técnica y salarios.

 En consecuencia, para la Economía Marxista, los cambios técnicos y organizativos se llevan a cabo -como en la Economía Neoclásica- si aumentan los beneficios de las empresas, sólo que -a diferencia de la Economía Neoclásica- ello exige no sólo de un aumento de la productividad técnica del trabajo sino de un aumento de la explotación o trabajo no pagado de los trabajadores a consecuencia de los mismos (8).

 Usando el método de Marx, o sea, la Teoría del Valor Trabajo, que mide el valor de cambio y el valor de todas y cada una de las mercancías como el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas, sea L el número de trabajadores en una empresa y j es la jornada de trabajo socialmente necesario que hacen, H es el valor de su aportación al valor producto. Las máquinas también aportan su valor C (o sea, el tiempo de trabajo socialmente necesario para hacerlas) al valor del producto que se genera en el proceso de producción. En consecuencia, el valor de la producción sería (C+H). Si en el proceso de producción se han producido X unidades del bien, el valor unitario seria entonces (C+H)/X.

 V es el valor de la mercancía fuerza de trabajo, o sea, el número de horas de trabajo socialmente necesario para “producir” o reproducir la mercancía fuerza de trabajo. Marx denomina a V capital variable, y expresa el valor de la masa salarial medida en horas de trabajo socialmente necesario si los salarios coinciden con el valor de la mercancía fuerza de trabajo. Dado que hay L trabajadores, v es el valor/salario   de la mercancía fuerza de trabajo que vende cada trabajador (V = v x L). Finalmente, P es el plustrabajo, horas de trabajo socialmente necesario trabajadas por los trabajadores, pero no pagadas por las empresas. Este plustrabajo es pues la fuente de la plusvalía o beneficios medidos por su valor-trabajo, o sea, en horas de trabajo socialmente necesario. Dado lo anterior, se tiene:

 (1) H = V + P

      H = j x  L 

      V = v x L

      P = (j – v)L

 La tasa de ganancia (g), definida a la manera marxista no en términos de volumen de beneficios respecto al valor del capital fijo usado (el llamado por Marx capital constante, C) sino respecto al valor del capital total usado en la producción (capital constante (C) más capital variable (V)):

 (2) g = P/ (C + V) = (H– V) / (C + V) = ( (j / v) – 1 ) / (1 + C/vL)

 donde (j/v) es la llamada tasa de explotación o tasa de plusvalía y (C/vL) es una expresión de lo que Marx denomina composición orgánica del capital, que es el resultado de multiplicar la relación técnica capital-trabajo (C/L) por la inversa del valor de la mercancía fuerza de trabajo (1/v)

 Existen, caeteris paribus, varias maneras de aumentar la tasa de ganancia. La primera es vía un aumento en el trabajo no pagado en términos absolutos vía aumentos en H o aumentando para cada trabajador, la jornada laboral j (9). Aumenta así la plusvalía absoluta. Otra forma es mediante una disminución en los salarios, una caída en v. La tercera es, como se ha señalado (ver Nota 8), mediante la adopción de un cambio técnico (mecanización o automatización). Como se ha sostenido antes, el teletrabajo no es un avance técnico y tampoco se traduce en una caída en el valor de la fuerza de trabajo, pero en términos marxistas, su adopción por parte de las empresas puede explicarse como un cambio organizativo que, aún no variando la productividad del trabajo, puede aumentar la tasa de ganancia a través del aumento de la plusvalía absoluta sí logra aumentar la jornada de trabajo (j).

 Pues bien, no hay todavía datos que sirvan para avalar la siguiente hipótesis, pero todo apunta a que cuando no hay una separación física entre el centro de trabajo (el taller o la oficina) y el de vida (el hogar o domicilio), es el trabajo el que invade la vida y no a la inversa. Dicho de otra manera, en situaciones de teletrabajo los trabajadores usan la mayor autonomía que le proporciona el teletrabajo para trabajar no menos sino más horas. La prueba de esto es muy sencilla y está al alcance de todos aquellos que lean este texto pues con total seguridad poseen  un ordenador portátil y saben que, recíprocamente, esa posesión les posee. A diferencia del trabajador manual que se deja las herramientas e instrumentos de trabajo (la excavadora, el martillo neumático, el camión, las tijeras, etc.) en el centro de trabajo al acabar su jornada laboral o al llegar el fin de semana, el trabajador de oficina que se lleva el portátil a su casa pronto descubre que ya no hay límites a la jornada laboral, que esta ineludiblemente se extiende. O dicho en términos marxistas, que su explotación aumenta, que aumenta la plusvalía absoluta que le extrae la empresa.

 Pero, ¿que le extrae la empresa o que él se la da voluntariamente? La pregunta tiene su importancia.  Históricamente, en las sociedades esclavistas de la antigüedad y en las sociedades feudales, el plustrabajo les era extraído a los trabajadores por la fuerza o por la amenaza del uso de la fuerza. El poder coercitivo de las clases dominantes era el medio de esa extracción. El paso a las sociedades de mercado supuso una suavización de las costumbres en la medida que la extracción de plustrabajo, en forma de plusvalía, se producía no coercitivamente sino, como se ha señalado, mediante el control del proceso de trabajo y de los procesos de producción e innovación técnica. El poder económico de las clases dominantes es en este tipo de sociedades el instrumento de extracción de plustrabajo en las negociaciones entre empresas y trabajadores. La explotación es así factible siempre que exista una clara desproporción entre el poder económico de los propietarios de capital y el poder económico de los trabajadores. No fue Marx sino el mismo Adam Smith quien afirmó: “Los trabajadores quieren ganar tanto como puedan, y los patronos quieren pagarles lo menos posible...Sin embargo, no es difícil prever cuál de las dos partes tiene ventaja en la disputa en la mayoría de casos, forzando a la   a someterse a sus términos...En todos estos conflictos los patronos pueden resistir más tiempo (porque son más ricos)” (10)

 El teletrabajo sería un ejemplo del más moderno modo por el que las clases dominantes consiguen sus beneficios, consiguen que los trabajadores hagan un plustrabajo para ellas. Mediante el uso de su poder persuasivo, su poder de convicción. Ni la coacción ni el poder de negociación son ya necesarios, basta conseguir que los trabajadores se identifiquen con las empresas para las que trabajan, basta con que asuman sus valores y objetivos como propios, para que de modo voluntario trabajen más horas del valor de su fuerza de trabajo. Y si es así, hablar entonces de explotación carece de sentido.

 Byung-Chul Han denomina autoexplotación a esta explotación “posmoderna”, asumida, voluntaria. La autoexplotación caracterizaría no sólo a los teletrabajadores sino al conjunto de trabajadores que trabajan en los sectores de tecnologías de la información y de la comunicación, a los que define como “sujetos de rendimiento” para quienes el objetivo de sus vidas es el rendimiento productivo: “El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que le obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y soberano de sí mismo. De esta manera no está sometido a nadie, mejor dicho, sólo a sí mismo. En este sentido se diferencia del sujeto de obediencia. La supresión de dominio externo no conduce a la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan….El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado” (11)

 Y ahora, permitámonos sacar las cosas de quicio. Pensar a lo grande. Permitámonos, pues, sacar de la noción de autoexplotación algunas consecuencias mayúsculas. En 1992, Francis Fukuyama un oscuro politólogo publicó un ensayo en que advertía de la llegada del fin de la Historia. A partir de una interpretación idealista de la filosofía de la historia, apoyándose en la lectura de Hegel de Alexandre Kojéve y en Max Weber, Fukuyama defendía los cambios históricos como resultados a una lucha de ideologías señaló con aprobación que la combinación de democracia liberal y economía de mercado, o sea, el capitalismo occidental, eran la última y definitiva forma histórica en la que se habría reencarnado el “Espíritu Universal” en su larga andanza a lo largo de las épocas para alcanzar su expansión universal, habría por fin ganado y ya no tendría oponentes. La Historia habría terminado, Derrotadas en la práctica las ideas subyacentes al nazismo y al socialismo, ya no había ideologías opuestas a las que sustentan la democracia liberal y la economía de mercado, ya no cabría esperar grandes cambios histórico, grandes revoluciones. En todo caso, sólo se asistiría a historias, a “escaramuzas” con los nacionalismos iliberales y antidemocráticos y los fundamentalismos religiosos, locales y residuales, que opondrían todavía cierta resistencia a ese desfile triunfal. Por supuesto, muchas cosas han pasado desde entonces y las burlas a las idea del fin de la Historia de Fukuyama han proliferado. El éxito de modelos capitalistas poco o nada democráticos, como el chino, ha sido presentado como ejemplo de la carencia de fundamento de esta tesis.

 Pues bien, desde una interpretación no idealista de la historia, desde una interpretación marxista, el teletrabajo y la extensión progresiva de otras formas de autoexplotación marcan también el fin de la Historia. Y es que, para la perspectiva marxista, el motor de la historia es también una lucha, pero una lucha de clases, una guerra que encuentra su fundamento y motivación en la existencia de explotación económica y el rechazo de los explotados a soportarla. Marx soñó que el final de la Historia vendría por el final de la explotación. A lo que parece se equivocaba. Como muestra el crecimiento de la autoexplotación, la lucha de clases no sólo acaba cuando desaparece la explotación sino también cuando esta se acepta y se interioriza. Con la autoexplotación, pues, desaparece la lucha de clases, y con ella el motor de la Historia se para. Por diferentes razones a las de Fukuyama, pues, paradójicamente las dos filosofías de la Historia, la idealista y la marxista, concluirían de la misma manera: no hay alternativa al capitalismo. Con él acaba la Historia. El capitalismo es el presente y también el futuro.

 Y un apunte final. Decía Frederic Jameson que hoy es “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Y, ciertamente, es difícil no estar de acuerdo con él. Sin la menor duda -digan lo que digan los delirantes negacionistas del catastrófico cambio climático que se nos avecina- el fin de nuestro mundo está hoy "al cabo de la calle", en tanto que nadie, hoy día, en este fin de la Historia no sólo no se puede imaginar el fin del capitalismo, sino que ni siquiera lo desea. De nuevo Fukuyama aquí, y de nuevo por una extraña carambola, estaría en lo cierto al menos superficialmente, pues su ensayo se incluía en un libro de título profético, El fin de la Historia y el último Hombre (12), y parece cada vez más claro que la ineluctable catástrofe ecológica nos acerca al fin, a la vez de la Historia, del Capitalismo y de la Humanidad.

  

NOTAS

 (1) Dicho en jerga económica, el teletrabajo, en tal caso, sería afín a un progreso técnico neutral á Harrod, en la medida que permitiría producir la mismo con el mismo capital, pero en menos tiempo de trabajo.

 

(2) Lo que explicaría el surgimiento y expansión de lugares de coworking donde los aislados teletrabajadores intentan recuperar la socialidad perdida.

 

(3) Adicionalmente, podría argumentarse que si el teletrabajo fuese un cambio organizativo equivalente a un progreso técnico que levase la productividad del trabajo, los teletrabajadores según se derivaría del enfoque neoclásico, debieran experimentar subidas en sus salarios pues habría crecido su productividad marginal. No ocurre así, por lo que o bien el modelo neoclásico no se ajusta a la realidad o bien el teletrabajo no supone un incremento en la productividad del trabajo, o bien las dos cosas a la vez.

 

(4) David Noble, Forces of Production: A Social History of Industrial Automation (New York: Random, 1988). También, La locura de la automatización (Barcelona: Alikornio, 2019 y Una visión diferente del progreso. En defensa del luddismo (Barcelona, Alikornio, 2000)

 

(5) La conceptualización de las empresas como instituciones políticas de dominación se explora y describe de modo magnífico en la obra de Elisabeth Anderson, de obligada lectura, Private Government: How Employers Rule Our Lives (and Why We Don't Talk about It) (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2117). Una breve presentación de sus tesis aparece en Elisabeth Anderson, How bosses are (literally) like dictators. https://www.vox.com/the-big-idea/2017/7/17/15973478/bosses-dictators-workplace-rights-free-markets-unions

 

(6) Marx reconoce que hay otras fuentes de los beneficios para las empresas consideradas individualmente, es decir, en algunas situaciones especiales. Una empresa que opera como un monopolio puede vender sus productos a un precio por encima de su valor entendido como su precio/coste de producción. Pero, dada la interrelación entre los sectores y empresas, esos beneficio extras que obtienen las empresa monopólicas provienen de los menores beneficios en otros sectores que transfieren parte de sus beneficios a esas empresas que les venden sus productos por encima de su coste. De igual manera, una empresa que es la primera en adoptar una técnica más productiva, en su sector vende su producto a un precio por encima de su valor, de su coste de producción, pero de nuevo sus beneficios extra proceden de sus competidoras que se ven obligadas a vender a precios más bajos.

 

(7) Se deja aquí sin tratar la cuestión, debatida desde hace ya más de un año, de la relación concreta entre los valores de las distintas mercancías y sus precios. Ese viejo debate conocido como el “problema de la transformación de valores en precios” ha encontrado en los últimos tiempos vía de solución en la medida que se ha revelado un problema de interpretación de la teoría más que un problema de consistencia lógica interna como han mantenido los economistas neoclásicos y austriacos desde Eugen Böhm-Bawerk. Véase a este respecto, Kliman, A. Reclaiming Marx's "Capital": A Refutation of the Myth of Inconsistency, (Lexington Books, 2006), y Moseley, F. Money and Totality: A Macro-Monetary Interpretation of Marx's Logic in Capital and the End of the 'Transformation Problem, (Haymarket books, 2017)

  

(8) Más aún, puede argumentarse que la relación entre productividad técnica y salarios es, para la Economía Marxista, inversa. En efecto, para Marx (como para los economistas neoclásicos), las empresas innovan técnicamente si ello se traduce en un aumento de su tasa de ganancia. Pues bien, para Marx el prototipo de los avances técnicos es la mecanización o la automatización, es decir, la sustitución de trabajo por máquinas, por capital. En jerga económica, el progreso técnico característico para Marx sería un progreso técnico no neutral ahorrador de trabajo (labour-saving) e intensificador de capital (capital-aumenting) o sea, que, a la vez, aumenta la productividad del trabajo y disminuye la del capital. Este tipo de progreso, típico del crecimiento económico observado históricamente, se acepta por las empresas porque a la vez que aumenta la relación capital-trabajo, disminuye el valor de la mercancía fuerza de trabajo, lo que significa que -si los salarios reflejan la caída del valor de la mercancía fuerza de trabajo- aumenta la tasa de explotación, es decir, la cantidad de la jornada laboral que no es pagada, el plustrabajo. En suma, que la sustitución de trabajo por capital permite extraer más plusvalía, más beneficios de los trabajadores sin variar la jornada laboral, sin hacerles trabajar más horas. Esta es la teoría marxista de la plusvalía relativa.

 

(9) La relación entre g y j es positiva:

 δ g / δ j = 1/ (v + C/L) > 0

 El efecto del progreso técnico á Marx con la tasa de ganancia g es más complejo. Para Marx, la sustitución de capital por trabajo, es decir, el incremento en la relación capital-trabajo (C/L) tiene sentido en el largo plazo sólo si el aumento en la productividad consiguiente hace disminuir el valor v de la mercancía fuerza de trabajo, es decir cuando se cumple:

v = f (C/L) , f’ < 0.

 Ahora bien, la relación del cambio técnico y la tasa de ganancia es

δ g / δ(C/L)   = - ( (j-v) + f’ (j + C/L)) / (v + (C/L))²

 que sólo es positiva si la tasa de ganancia es:

 g < - ( f’ . (j +(C/L)) / (v + (C/L))

  

(10) Adam Smith, The Wealth of Nations, Libro I, cap.8

 

(11) Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, (Barcelona: Herder, 2012), pp. 32.

 

(12) Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, (Barcelona: Planeta, 1992)