NOTICIA DE LA ESCUELA DE ECONOMÍA BARROCA DE LEGADO

Fernando Esteve Mora

 

 El pasado día 21 de octubre, y como tantos otros domingos, me fui al Rastro sin motivo especial alguno, simplemente para ver “si caía algo”. En la esquina de la calle Mira el Río Baja con la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, un chamarilero de etnia gitana había tirado sobre una manta que había desplegado en el suelo una veintena de volúmenes encuadernados en cuero, fruto sin duda, del expurgo de alguna vieja biblioteca tras el fallecimiento de su propietario. Como otras veces, en situaciones similares, y pensando melancólicamente en el destino que le espera a la mía, me agaché y me puse a rebuscar por si había algún ejemplar que me mereciera la pena. No. No había ninguno. Eran de autores franceses desconocidos para mí de comienzos del siglo XX, de interés solo para aquellos que buscan no literatura sino “vestir” con libros encuadernados en cuero alguna estantería para dárselas de cultos o de fans de lo vintage. Seguí por eso con mi paseo.

 A la vuelta del mismo, pasé por la misma esquina. El gitano ya se había ido, no sé si por haber logrado vender su cargamento de libros o por aburrimiento por no hacerlo. El caso es que no se había dignado en recogerlos todos, y había dejado tirados tres de ellos que estaban en un estado penoso. Aquejado como lo estoy por esa compulsión, de la que padecía y ya hablaba Cervantes y que le llevaba a leer cualquiera papel que se encontrase en la calle por desastrado y sucio que estuviese, me acerqué a echar un vistazo. Uno de los libros, al que faltaba la tapa y las primeras páginas, y que tenía la contratapa descuajaringada, llamó mi atención especial. Para mi sorpresa, no estaba en francés, como los demás, sino en inglés. Hojeándolo descubrí que se trataba de una edición, de la que no sé ni la fecha ni la editorial, de dos de los Viajes de Gulliver, de esas que dirigidas a un público infantil, sólo recogen el viaje a Liliput y el viaje a Broddingnag, la isla de los gigantes.

 Para mi sorpresa me encontré que pegado a la contratapa había un sobre amarillento. Lo abrí rápidamente.Y... no. Lamentablemente no. Dentro no había un texto manuscrito de Swift sino tres páginas de papel de calco con un texto escrito a máquina en letra azul (de ese azul que salía cuando en las copias a máquina se utilizaba papel-carbón de ese color). Estaba en inglés, en un inglés nada moderno pues había multitud de expresiones, giros y estilo ortográfico que desconocía pero que me resultaban antiguos. Más lejanos en el tiempo que el siglo XIX. Me fui a casa con el libro, y con ayuda del traductor de Google traduje todo el texto, que para mi sorpresa se refería en primera persona a Lemuel Gulliver. No sé si el original del texto que tenía entre manos era del mismo Jonathan Swift o no. El caso es que en esas páginas se narraban unos hechos que no aparecían en mi ejemplar del libro y que complementan lo que se cuenta en el capítulo 6 de la 3ª parte del libro de los Viajes, en donde se sigue contando la visita que Gulliver hace a la singular Academia de Legado.

 Como recordarán quienes lo hayan leído, Swift dedica en ese capítulo un breve espacio a los que llama “proyectistas políticos”, incluyendo entre ellos a los que hoy llamaríamos economistas o -por usar una denominación acorde- “proyectistas económicos”. Swift cuenta que asiste a la discusión entre dos “proyectistas” o académicos, uno de los cuales defiende un sistema impositivo basado en impuestos personales “sobre los vicios y las locuras” y otro, por contra, defendiendo un sistema tributario en que se “gravaran los atributos físicos e intelectuales por los que más los hombres se estiman a sí mismos”. Pero tras este “análisis de política fiscal”, Swift pasa con rapidez a explayarse en la descripción de otros proyectistas, del tipo que hoy denominamos politólogos. Es decir, que sorprende el escaso interés que, en la Academia de Legado, donde según cuenta Gulliver hay cabida de estudios de lo más disparatado, parecería dedicarse a los “proyectos” económicos. Pues bien, el texto copiado que yo había encontrado, caso de que fuera la copia de uno “auténtico”, que vendría inmediatamente después del párrafo que Lemuel Gulliver dedica en la memoria de sus viajes al debate fiscal anterior, muestra el interés de la Academia por la “cosa económica”. El que Lemuel Gulliver no lo incluyera en sus escritos luego publicados por Jonathan Swift se explicaría por el intento de proteger al protagonista del relato de las represalias de los académicos por él ridiculizados, como más adelante se verá.

 Transcribo aquí la versión del texto que he encontrado. Claramente, la primera de las hojas no es la “primera”, o sea, falta una o más hojas al inicio. Claramente, también, tampoco la última hoja es la final. No soy, por otro lado, ni un artista ni un literato, así que el lenguaje de la traducción, obviamente, es inevitablemente pobre. Confío, no obstante, en que mi versión sea comprensible. Ahí va.

 “me senté en una suerte de sala de teatro en compañía de algunos de los pobladores de Balnibarbi que habían acudido a recibir instrucción sobre Economía Política por parte del grupo de proyectistas en Economía Política de la Academia.  Al poco y precedidos por cuatro criados con grandes fanales, entraban siete académicos que se subieron al proscenio donde se sentaron en unos sillones en semicírculo enfrentados al público. En el sillón central, más alto que los demás, se sentó el que parecía su jefe.

 Me recordaron a la curia de la iglesia papista romana, o quizás al consejo de los mandarines del emperador del Imperio de la China. Me sorprendió sobremanera la vestimenta de estos proyectistas en esta sesión pública. Se tocaban con largos capirotes y vestían unas túnicas de las que colgaban como cosidas o grapadas resmas de papel que llamaban “papers”. Según luego descubrí, en esos “papers” iban escritos sus proyectos económicos, también llamados por ellos “modelos”. A lo que parece conforme más “papers” un académico tenga mayor es su prestigio y estima aunque sólo entre ellos mismos, pues sólo ellos son capaces de valorarlos.  

 Y es que, a diferencia y en oposición plena de sus colegas en la escuela de idiomas que propugnan suprimir completamente las palabras y usar de las mismas “cosas” para comunicarse, los académicos de la sección de Economía Política han decidido prescindir total y absolutamente de las “cosas”, o sea, de la Realidad del mundo a la hora de hacer sus proyectos. Es por ello que sus “papers” o “modelos” no sólo en nada se refieren a las cosas de este mundo, sino que, en su alejamiento de él, han decidido no usar de esas cosas raras y aladas que son las palabras, sino que usan solamente del lenguaje ideal de la matemática y la geometría. Son así sus proyectos enteramente matemáticos e ideales, edificios mentales construidos sobre ningunos cimientos de realidad. Y es por ello que sólo ellos, arquitectos de economías ideacionales no sólo son los capaces de sino los únicos interesados en valorarlos. La consecuencia inevitable ha sido que, sin el freno de acomodarse a las cosas reales del mundo real, los edificios así construidos han devenido en construcciones oníricas, a veces, auténticas pesadillas, cuyo barroquismo matemáticos crece enloquecidamente dado que no está tascado por el freno de lo real. Los académicos de esta sección en su solipsismo fomentan tanto ese barroquismo que incluso aceptan y agradecen el ser llamados proyectistas o economistas barrocos y llaman al conjunto de sus sueños y desvelos Economía Barroca.

 La secta de los economistas no se distinguía por ello en la cordura de sus objetivos y sus métodos de los académicos de las otras escuelas que conformaban la Gran Academia de Legado, quienes como ya he descripto gastaban  enormes recursos en investigaciones totalmente inverosímiles como extraer rayos de sol de pepinos, ablandar el mármol para usarlo como almohadas, aprender cómo mezclar pintura por el olfato, y descubrir conspiraciones políticas examinando los excrementos de personas sospechosas.

 Pese a ello no gozaban por demás los economistas barrocos de mucha consideración y estima entre académicos y proyectistas de las otras escuelas. Sólo habían encontrado amistad entre un grupo de médicos expulsados de la escuela de medicina por ser considerados falsarios y timadores. Eran los naturópatas pretendidos médicos que se negaban a tratar a los enfermos con pócimas, vacunas y demás medicinas y tratamientos aún de eficacia contrastada y inocuidad, por considerar que la terapia de todo mal del cuerpo y del alma habría de ser el dejar que el propio cuerpo y la propia alma se curasen a sí y por si mismos pues creían en la existencia y efectividad de una suerte de energía invisible inmaterial que, anidaba en todo ser, y que alimentada viviendo una vida acorde a la Naturaleza era capaz de curar todo mal. Y defendían aún más que las intervenciones de los otros médicos impedían a esa energía invisible realizar sus benéficas tareas, por lo que eran cómplices en los males de las gentes. Coincidían así estos singulares médicos con los economistas barrocos que para resolver los males del cuerpo social defendían igualmente no hacer nada, el dejar hacer y dejar pasar, el dejar que una suerte de energía invisible moviese la mano invisible que manejase las cosas sociales y económicas para bien.

 La sesión a la que asistía esa mañana consistía en el estudio de un problema que asolaba a la cercana isla de Eñe. Desde su trono, el “Papa” de los economistas barrocos habló. Empezó por señalar que en Eñe muchos de sus habitantes no lograban encontrar industria y comercio para ganarse el sustento cotidiano, de modo que muchos de ellos se veían forzados a sobrevivir de la asistencia del gobierno y de las limosnas de sus iglesias. Y aunque ese era un problema del mundo real, ellos, los economistas barrocos de la Academia de Legado más “aplicados”, o sea, menos desdeñosos de lo real y más dispuestos por ende al proselitismo, estaban seguros de tenerle remedio. Y este se seguía de modo natural de la explicación que daban a cómo originariamente se había producido el problema. Y es que, consistentemente con su reconocida e inquebrantable fe en la invisible energía de la mano invisible, estimaban que el problema no habría surgido si la sociedad de la isla de Eñe se hubiese comportado como la Naturaleza prescribía, o sea, no poniendo trabas de sus dirigentes a la operación de esa mano invisible.

 Y es que, así decían, los dirigentes de la isla habían permitido y tolerado que los trabajadores con más experiencia y conocimiento se agrupasen en una suerte de tribu, llamada por ellos la tribu de los insiders, que de modo insolidario con los trabajadores de la otra tribu, la tribu de los outsiders, exigían a sus patronos unas condiciones de trabajo y unas pagas abusivas que impedían que estos viesen posible o beneficioso el emplear a los outsiders, la tribu compuesta por trabajadores recién llegados al trabajo o con menores conocimientos y productividades. Como prueba de ello mostraban gráficos en que se veía cómo concurría a la vez el ascenso en los salarios y el desempleo. Dado que los insiders seguían teniendo sus trabajos, la implicación era obvia: el desempleo de los outsiders se debía al abuso de los insiders. Y el remedio, la terapia de este mal para estos médicos barrocos del cuerpo social era obvia. Si se deseaba que la energía invisible de la mano invisible del cuerpo social recuperase su fortaleza benefactora y todos los trabajadores hallasen trabajo para su sustento había que impedir los desmanes de la tribu de los insiders, desmanes y abusos que se habían tolerado por estar bien conectada con los gobernantes de la isla. De igual manera se oponían a las limosnas y ayudas desde el gobierno por no servir a otra cosa sino estimular -decían- la pasividad y la pereza, la madre de todos los vicios. Así de claro.

 Casi me había convencido, cuando, de pronto, de un banco situado a unos metros de donde yo me sentaba surgió una voz juvenil que decía que había otra explicación alternativa y diferente a la que los académicos ofrecían. A ello, el “Papa” de los proyectistas, replicó: “Oh, No. ¡Tú, otra vez! Y ¿qué explicación ofreces tú, quien no tiene los estudios para estar aquí entre nosotros, para el mal de Eñe?”.

 En la penumbra, ví entonces a un joven levantarse y hablar, no de modo arrogante, pero sí con seguridad. Dijo: “Su ilustrísimo economista y demás sabios de lo mismo. Con respeto he de decir que hay una alternativa a su explicación de los males en Eñe que no requiere el suponer de la existencia en ella de tribus enfrentadas entre los trabajadores de las que nunca se ha tenido noticia en ningún lugar hasta que habéis imaginado su existencia. Pensad un momento. Si por las razones que fuera los trabajadores que suponéis y llamáis outsiders abandonasen sus oficios, entonces por un proceso de sobra entendido llamado efecto composición veríais lo que habéis observado y mal explicado, incorrectamente, con falsedad manifiesta. Veríais que si los salarios medios de los que siguiesen estando empleados paresciesen crecer, aunque no hubieran subido en la realidad, a la vez que el empleo habría caído. Pero es que, por definición, la desaparición de los trabajadores peor pagados haría crecer ilusoriamente el salario medio de los que quedasen empleados, aunque su sueldo no hubiese subido un centavo. Y más aún, he hallado unos gráficos depurados de ese efecto composición en los que no se evidencia relación inversa o negativa alguna entre salario y desempleo”.

 Un murmullo recorrió al grupo de los académicos. Su jefe tomó de nuevo la palabra, y despectívamente dijo: “Y bueno, Tu crítica no sirve para nada, pues nada explica. ¿Por qué dejarían los que llamamos outsiders sus empleos?, o sea, ¿cómo explicas tú en tu estulticia el desempleo?”. A lo que el joven respondió, en un tono burlesco: “Podría ser que como imaginan algunos de vuestros colegas académicos más ilustres y admirados por vosotros, los académicos “aplicados”, los que llamáis “outsiders” hayan sufrido un ataque de pereza y hayan decidido abandonar sus empleos en estos tiempos esperando a que les interese más volver a ellos en un futuro en que los salarios hubieran subido por arte de magia. Puede ser también que, habiendo hecho caso a vuestros colegas naturópatas, no se hayan vacunado contra la gripe y estén sufriendo una epidemia que los tiene alejados de sus puestos de trabajo y empleos”.

 Y, poniéndose más serie, agregó: “O bien, puede ser que Keynes tenga razón y….”. Fue decir estas palabras, fue oírlas por los académicos en el estrado y desatarse un auténtico pandemónium entre ellos. “Herejía”, gritaban. “Blasfemia”, clamaban. Al levantase airados de sus asientos como impulsados por resortes se les caían los capirotes y los “papers” adosados a sus túnicas. A la orden de su jefe formaron un circulo de espaldas al público y empezaron a recitar una especie de salmodia en la que identifiqué palabras para mí sin sentido como durbinguatson, kakutani, equilibrio, deesegeé, cicloreal, outputgap, nairu y otras igualmente incomprensibles que, sin embargo, a ellos parecieron aplacarles los nervios

 Al ver que el joven fautor causante de tal algarabía se levantaba con premura y se dirigía raudo a la salida, como huyendo, hice yo lo mismo. No lo alcancé hasta que ya salía del edificio de la Academia. Sin resuello, me dirigí a él en estos términos: “Perdone, mi joven señor. Soy el capitán Lemuel Gulliver” (Nota: si este texto formaba parte del original completo de las memorias, sería la única vez que sale en ellas el nombre de Gulliver) “y por desafortunados motivos que no vienen al caso me hallo hoy aquí. Sólo me permito incomodarle para trasmitirle que, aún no siendo proyectista económico y no saber de esos saberes, creo que usted tiene razón en su crítica y argumentación, pues sin duda le apoyaría William de Ockham, el sabio padre franciscano que leí cuando yo era joven y estudiaba la ciencia de la medicina. Y una cosa más, ¿podría decirme el motivo por el cual la sola escucha del nombre de un tal Keynes haya podido producir semejante reacción nerviosa entre tan doctos y circunspectos sabios?”.

 El joven me contestó de la siguiente manera: “Me llamo xxxx. Y tampoco llevo aquí en Legado mucho tiempo. Tuve que irme de mi tierra pues hace unos años no pude menos que decir en alta voz que el rey de mi tierra no vestía unos trajes invisibles, como todos afirmaban ver, sino que estaba desnudo. Y de nuevo aquí no he podido contenerme y algo en mí me obligó hace unos días en un concilio semejante al que hemos asistido hoy a señalar que si la benevolente mano invisible no actúa tan benevolentemente como dicen ellos, los académicos economistas barrocos no es porque nadie lo impida, porque como los trajes de mi rey no es que sea invisible, es que no existe. Y me temo que, esta vez, el “papa” no va a perdonar como atrevimiento juvenil mi intervención de hoy. Así que me temo que, si me localizan me veré obligado a emigrar de nuevo. En cualquier caso, mis esperanzas de entrar en la Academia para proseguir mis estudios las puedo dar por perdidas”.

 Al oír esto decidí no poner su nombre en estas memorias para proteger en lo más que pudiera su identidad. Pero, como no me había dado cuenta de las causas del efecto enloquecedor del nombre de Keynes entre los doctos proyectistas barrocos, insistí en mi pregunta. A lo que el joven respondió: “Keynes era un proyectista de reconocido prestigio que, descontento con lo alejados que estaban los modelos barrocos de la realidad pretendió modificarlos en el sentido de hacerlos más realistas, aún a costa de dudar de la magia sanadora invisible en cuya fe se reconocen los barrocos. La respuesta de los proyectistas que deben su estima a sus papers y modelos fue la previsible pues nadie gusta afrontar la descorazonadora idea de los esfuerzos de horas incontables de estudio, sumisión y esfuerzo han sido baldías. La repulsa hacia Keynes lo convirtió en un heresiarca y en-”

 Y así, en esta cortada palabra, acaba el texto que hallé en el Rastro. El sobre que encontré no contenía más hojas.  Una pena.